viernes, 26 de agosto de 2011

Cuando un espacio televisivo, radial y en menor medida la prensa escrita, aborda un tema que alude a la tragedia de los cubanos, los que intervienen, sean analistas, políticos, escritores, periodistas, expertos conocedores del arte o las ciencias, retirados de trabajos con el gobierno federal, invitados, cualquiera, todos, por supuesto que de origen cubano, con más o menos años vividos fuera de la isla, recién llegados por haber cruzado el estrecho en un bote o por ganarse el sorteo o por haber sido liberado de una mazmorra del gobierno cubano; o algunos que hayan estado vinculados a la ocurrencia de un hecho tan relevante como para convertirse en noticia, tienen algo en común: hablan con la convicción de expresar solidariamente el criterio de otros y sobre todo, del exilio cubano.

Observo este ir y venir de ideas, opiniones, declaraciones desde mi posición de cubano, por supuesto, lo cual quiere decir que estoy inevitablemente incluido en el análisis que sostengo en este escrito, y como quiera que tuve la oportunidad de leer dos ensayos del genial Jorge Mañach acerca de la personalidad, temperamento, costumbres, choteo, apasionamiento e ira, etc. del nativo de la mayor de las Antillas, más me convenzo de que sus observaciones eran inobjetablemente de puntería.

En mis tiempos de residir en Cuba chocaba con la permanente problemática del acceso a la libre información y documentación. La que encuentras por lo general lleva la impronta, sino la firma, de una entidad oficial, lo que virtualmente la convierte en no confiable totalmente, o al menos, no probada si le das el beneficio de la duda. Pero cuando encontré la libertad de que gozo aquí y el acceso a la información, tantas veces añorado, tengo la posibilidad de hacer un mini examen de ese carácter de la cultura de los cubanos como nación. Hoy a más de 50 años de escritos esos libros, constato su increíble objetividad y originalidad _sólo Don Fernando Ortiz se le adelantó en algunos aspectos de la descripción del cubano como ente pico-cultural_ y atribuyo a este triste lastre de nuestra estructura idiosincrática que arrastramos los que “venimos de allá”, para justificar nuestro carácter alegre y frívolo; apasionado y pusilánime; acogedor y reticente entre otras, que nos marcan tal vez bajo la influencia de mulatas y ron, sol y salitre, guarapo y tabaco, para considerar que debemos abstenernos de hablar a nombre de los demás cubanos, estén donde estén, porque nuestro propio carácter nos impide conocernos a nosotros mismos. Una prueba de ello la tuvimos recientemente.

No somos los que teníamos millones en la Cuba republicana, ni los de Camarioca, ni los de los Vuelos de la Libertad o Peter Pan, ni los del Mariel, ni los de Guantánamo o los del Bombo. No somos los que votamos por Batista o vendimos bonos del 26, nos detuvieron y pusieron a barrer calles en un acto de bochorno o los que nos alzamos en el Es cambray o invadimos a Cuba por Bahía de Cochinos; tampoco somos los presos políticos liberados por presiones internacionales; no somos los que apoyamos a Fidel Castro contra los casquitos o la guardia rural; no somos los guajiros de la Sierra que alimentamos a los rebeldes alzados o sus hijas violadas por algunos; no somos los fusilados sin juicio sólo por la férrea disciplina del alzado de la Sierra Maestra; no somos los que vestimos el uniforme del ejército o la policía de Castro o los que combatimos en África; no somos los que soportamos al régimen ante el mundo cuando marchamos por el malecón contra el gobierno de los Estados Unidos. Tampoco somos los que impedimos tratos y soluciones en el pasado cuando ideamos las constituciones de La Mejorana o Jimaguayú; tampoco los que permitimos que los colonialistas españoles apresaran y asesinaran a Carlos Manuel de Céspedes al negarle escolta después de ser depuesto; no somos los que bloqueamos arreglos entre grandes como Martí, Gómez y Maceo en cuanto al carácter del gobierno que necesitaba la isla en armas, antesala de la muerte del primero en sacrificio supremo de ofrendar su propia vida para que comprendiéramos la insensatez de algunas posiciones; no somos los que propiciamos las derrotas de la Guerra del 68, la Chiquita y la del 95. Los más valientes no son los que están allá o acá; tampoco valen más los que fueran públicamente desafiantes al régimen que otros que conspiraron a oscuras o que emigraron para preservar su vida y la de su familia. No es de menor valor el que aún vive allá y tiene un concepto equivocado de los que viven acá o por el contrario, el que cruzó el estrecho para probar algo en lo que no cree y termina tras las rejas acá.

Somos todos esos y no lo somos a la vez. Lo importante es no perder la conciencia de quiénes somos y qué queremos; entender hacia dónde vamos y conseguir una opinión y criterio propio aún cuando se corra el riesgo de estar en el lado equivocado. Lo importante es defender eso que creemos y pensar de una buena vez con nuestra propia cabeza, no esperar a que nos dicten mandatos, encargos y citaciones. No dejarse arrastrar por brillos y apariencias porque la historia cuenta.

Venimos del mismo lugar, una pequeña isla en el Caribe. Hablamos y reímos con un natural desparpajo, eso no nos hace peores o mejores. Así somos aunque hayamos conquistado un título en Harvard. No perdamos la identidad pero no cedamos nuestra individualidad a esa identidad. El creador nos hizo blanco de lo más preciado como seres humanos y nos hizo a su imagen y semejanza. Nos dio la libertad, pero la libertad de pensar que es inalienable, es patrimonio de cada uno y eso hay que defenderlo constantemente. De modo que cuando alguien hable en nuestro nombre, aunque el tema no nos importe, nos está sustrayendo algo que es nuestro y la pasión que nos anima como idiosincrasia debe brotar y protestar por el derecho pisoteado.

Jorge B. Arce

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