viernes, 14 de octubre de 2011

Buceando a snorkel.

Seguramente a ustedes les agrada el silencio. No hay paralelo a encontrarse con uno mismo y con los poderes de que está dotada nuestra mente que sumergirse en el silencio. El silencio nos permite “llegar” a esas “riquezas” ocultas a la simple observación en la profundidad de nuestra conciencia. Solo les recordaré un simple y cotidiano pasaje de cualquiera de nosotros al ser interrumpido por una humeante y sugerente taza de café cuando estamos inmersos en una vaga idea que hemos conseguido _o lo estamos consiguiendo_ en el “taller de procesamiento” de ideas de nuestro prodigioso cerebro.

Por supuesto que en la mayoría de las ocasiones es difícil alcanzar ese profundo y necesario silencio que permita definir esas ideas o conexiones entre ideas que se encuentran por ahí, en cualquier rinconcito o se generan tras o durante el proceso cognoscitivo o creativo. En mi caso, aunque a veces he moldeado algún proyecto en medio del ruido ensordecedor de las máquinas con que me gano la vida, y en otros en el relativo que se alcanza entre las campanadas de Windows 7, no recuerdo un silencio más perfecto e invitador y hasta aplastante, que aquel que nos abraza cuando estamos sumergidos buceando con snorkel.

¿Han disfrutado alguna vez de ese estado de la conciencia que se alcanza bajo el agua? Sinceramente les invito a hacerlo; es fácil y poco peligroso, solo necesitan seguir algunas reglas básicas a cambio de incursionar en un mundo lleno de fantasía y belleza que no olvidarán jamás y engrandecerá su espíritu.

El silencio debajo del agua es distinto al que “escuchamos” durante la noche, acostados, abrigados de los ruidos diarios de la modernidad. Ese silencio “se siente”, por decirlo de algún modo. No se escucha, no se palpa, no se observa, no se huele. Simplemente se siente con el cerebro y llega a descubrirte que eres un simple grano de arena en el Universo y se te ocurren las ideas que nunca antes pensaste y ni siquiera sabías que eras capaz de pensar.

Una vez, en 1967 o 1966, tal vez mi prima Gladys esté segura del año exacto por una circunstancia muy personal de su familia; viviendo con mis padres como cualquier otro chico de 14 ó 15 años, en Nuevitas , Camagüey, Cuba, acompañe a mi padre en un viaje a Guanabo, La Habana, donde se encontraba Rolando, su hermano junto a su esposa e hija, en espera de la salida definitiva hacia Estados Unidos. Era un encuentro que significaría, lo sabría muchos años después_, la última vez que se vería ambos hermanos.

A la mañana siguiente de haber llegado, me escapé armado de aletas para los pies, careta, snorkel y la escopeta de ligas para lanzar arpones que pertenecían al novio de mi prima por aquel entonces, hacia la playa con la esperanza de atrapar mi primer pez sin usar sedal y anzuelo con carnada. Como quiera que sabía que no podría usar el arpón en la playa, nadé sobre el agua oteando el fondo en las cristalinas aguas hacia fuera hasta que descubrí que el fondo arenoso daba paso a uno cubierto de rocas y corales a una escasa profundidad entre 3 y 5 brazas, aproximadamente. De modo que para atrapar al pez debía sumergirme nadando hacia el fondo y arponearlo; si era muerto con el disparo, subiría con él o de lo contrario regresaría a la superficie y esperaría que muriese sin poder escapar debido a que el arpón en su extremo posterior, se encuentra unido al boyarín que flota en la superficie mediante un curricán. Esta medida es importante para mantenerse alejado el buceador de las presas que se  cuelgan en la boya mientras se pesca de ciertos peces de regular tamaño que pueden sentirse tentados de morderlos.

Hoy día,  muchos años después de aquella estupidez cometida a la sombra de mi temperamento aventurero y curioso, comprendo demasiado bien que cometí varios errores por desconocimiento del arte de bucear con seguridad para que sea un placer y no un peligro. Me justifico yo mismo pensando que era mi “primera vez” y en casi todas las “primera vez”, el novato posee un crédito por imbécil. La caza o pesca submarina no se debe practicar por uno solo; debe hacerse en pareja o más, porque pueden producirse accidentes y se necesitaría de alguien más para sobrevivir. Puede ser un calambre en las extremidades que te impida nadar o mantenerte a flote, una herida, un ataque de un pez, un golpe en la cabeza con una roca, un pie trabado en los corales del fondo, etc.

Era temprano en la mañana cuando me lancé al mar e ignoro cuánto tiempo después fue que tuve el encuentro con un pez mayor dentro del agua, donde aquél te aventaja ampliamente en posibilidades de supervivencia, durante el buceo se pierde la noción del tiempo si no poseemos un reloj que soporte el medio_; recuerdo que vi a un Ronco Blanco bastante bueno nadar entre los corales y me disponía a seguirlo, cuando un sexto sentido me avisó que había otra presencia cerca. Fue un sentimiento raro, estremecedor, como si presintiera el peligro muy cerca pero no puedes determinar qué es. Sumergido, con la cabeza a ras de la superficie respirando con el snorkel, me volteé rápidamente y tenía muy cerca una picuda o barracuda de no menos de 20 libras de peso. Un animal como ese, produce unas mordidas terribles aunque sabía que raramente atacan a los humanos a menos que cometas una estupidez. Entre curiosa y hasta hambrienta, no lo sé, estaba procesando la información que tenía de un tipo como yo. Seguramente no se había tropezado antes con alquien como el que escribe, y por eso no dejaba de mirarme circunvalando a mí alrededor. Esto era escalofriante porque no te queda más remedio que mantenerte de frente al cabrón aquel para al menos saber cuándo debes tratar de esquivarlo_si puedes_, claro que no puedes. Aquel enfrentamiento duró demasiado tiempo para mí y como no tenía otra posibilidad porque no podría irme corriendo de aquél, su lugar, me decidí a hacer algo para asustarlo y que me dejara en paz. De manera que con ayuda de piernas, brazos y con la boca inicié un movimiento de chapoteo y de burbujas que hizo que se separara a no sé qué velocidad del mi lado.

La jodida picuda no se fue, solo se alejó y conseguí a verla dos veces más antes de que desapareciera sin saber cómo y decidí no nadar más profundo por razones como ese cuerpo tubular, estilizado, con una mancha negra a continuación de las agallas y otra más pequeña antes de la cola caudal y armada de una cabeza muy grande y desproporcionada al cuerpo armada de una enorme boca en forma de pico ( de ahí viene el cubanismo picuda ) con unos dientes que se entrecruzan y porque necesitaba descompresionar dos veces antes de alcanzar el fondo, por lo que estaba a unas 8 brazas, más o menos.

Entonces fue que vi un pez pegado al fondo nadando lentamente entre los cabezos de coral y parecía una cubera. Lo seguí y me le puse detrás. Al sentirme se introdujo en unas oquedades de una roca y subí por aire. Pensaba, mientras ascendía, que le sorprendería por el otro lado y lo fijaría en el primer chance. Me precipité ante el temor de perderlo, lo veía demasiado bueno de tamaño en mi desesperación por atraparlo. Al mirar hacia el hueco vi  la cabeza de un pez y sus ojos; le disparé casi sin aire y subí a respirar. Regresé y tiré del sedal y conseguí la segunda sorpresa: Había arponeado a un pez Guanábana. Era lo peor que me podía pasar. Primero, no se come y tiene el cuerpo cubierto de unas espinas formidables y lo peor era que no podía extraerle el arpón que entró rompiendo el hueso de la cabeza entre los dos ojos.

Pero no era lo peor de todo, sino que al morir se llenaba de agua como una gran pelota y tuve que hacerme cargo de arrastrarlo porque no podía ni siquiera librarme del arpón.

Tirando del Guanábana hacia el boyarín me encontraba a flote respirando con el snorkel, cuando un ruido inusitado de aire bruscamente expulsado y chapoteo sentí a mis espaldas. Me cagué casi, por supuesto, no me avergüenza decirlo, porque el ruido era demasiado después de horas sumergido en el silencio submarino. Se trataba del novio de mi prima que había llegado hasta mí nadando sin parar desde la orilla que estaba muy lejana y estaba muy cabrón porque decía que yo era un comemierda, que ni el boyarín se veía desde la playa a pesar de que era amarillo.

Confieso que el susto que me dio fue más grande que el encuentro con la picuda y cuando divisé la lejanía de la playa y la soledad del mar donde me encontraba comprendí que era un perfecto idiota.



Jorge B. Arce

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