viernes, 4 de noviembre de 2011

Mi profesor Ibáñez.

Cada ser humano necesita información para crecer, tanto como alimentarse o beber adecuadamente. Se te alimentas escasa o incorrectamente, no podrás desarrollar todas las potencialidades que el cuerpo humano puede alcanzar en pleno desarrollo; ni fortaleza muscular ni intelecto suficiente que te permita emprender una “carrera” que dura toda la vida en un mundo de gran competencia. De la misma forma un chico necesita crecer con una dosificada información cosmopolita que le permita, en primer lugar, conocer que hay otros pequeños y grandes espacios aparte del que le rodea, lo que es muy importante porque le ayudará a decidir qué caminos tomar en el futuro y alcanzar sus sueños.

Tener información y conocimiento se consigue en principio mediante la lectura. Desde ella, cómodamente y sin ninguna otra clase de requerimientos, seremos capaces de convertirnos en cazadores de fieras, navegantes de la Antártica o aventureros del Sahara. Viajar por picos y despeñaderos peligrosos, luchar contra fieras salvajes y contra aguas embravecidas por tormentas. Todo eso desde la plenitud de un libro.

Mediante la lectura el niño descubre un mundo que sus padres no pueden proporcionarle. Se introduce dentro del mundo recreado en el libro y vive con los personajes a fines las mismas aventuras. Con los relatos del Príncipe Valiente, por ejemplo, viví esas fantasías y hasta fabriqué sus mismas ropas y sus mismas armas de caballero bajo la sombra de los Mamoncillos del patio de mi vieja casa. Escudos y espadas de madera salieron de mis manos gracias a esa fantasía. Llegado de la escuela, soltaba los libros y corría a reiniciar lo que había comenzado el día anterior y aún no lo terminaba. Las pausas de ese frenesí nacido de la lectura, eran debido a la aparición de mi dulce madre refrescándome con una limonada con hielo y un dulce.

Soy un acérrimo defensor de la lectura en los adultos, pero sobre todo en los niños porque expanden su mundo e incentivan su fantasía. Solamente debemos colocar en sus manos el libro adecuado y que de vez en cuando observe que papá y mamá también leen. Debe ser considerada una asignatura desde los primeros grados donde el estudiante es capaz de leer por sí solo y no dejarla para grados intermedios. La lectura debe ser inducida en los niños como un juguete más, no como obligación para calificar. Debe observarse una selección rigurosa del material que se pondrá a disposición del escolar para que no queme etapas, sino que los textos estén relacionados con el desarrollo de  su personalidad.

Fui un empedernido lector desde muy temprana edad. Lo hacía hasta después de la orden: “¡A dormir! asegurándome de tener mi linterna de dos baterías debajo de las sábanas. Aún me parece escuchar a mi madre decirme persuasivamente: “Anda, chico, apaga esa linterna y duérmete. Mañana no querrás levantarte para ir a la escuela.” Lo que me ocurría era que practicaba deportes y después de clases el tiempo no me alcanzaba para leer y jugar pelota. Pero, con excepción de la pelota donde me desarrollaba en segunda base, mi pasatiempo preferido era la lectura siempre que tuviera una buena historia a mano. Cuando otros montaban bicicleta o patines jodiendo por todos los portales del barrio y las comadres saliendo con palos de escoba porque le rayaban el piso de cemento pulido con las ruedas de hierro de los patines, yo disfrutaba de un libro en el quicio de la puerta de entrada de mi casa de altos, desde donde atisbaba de vez en cuando a los patinadores que me gritaban: ¡Vamos, deja el librito! Otras veces me iba a la biblioteca escolar que me quedaba bastante cerca, a un costado de mi escuela José Miguel Tarafa que poseía un adecuado entramado de pasillos peatonales en toda la manzana donde se erigía y que era el sitio sin peligro para montar patines y bici. De modo que de cierta forma no me perdía ni un entretenimiento ni el otro.

Desde Las Aventuras de Tom Sawyer, el Quijote, la Mesa Redonda del Rey Arturo, El Príncipe Valiente, Los millones de la Begún, Viaje al Centro de la Tierra, 20 000 leguas de viaje submarino, hasta Romeo y Julieta de Shakespeare, todos y cada uno fueron mis compañeros inseparables y me inspiraban a hacer otras cosas que hoy agradezco. Era costumbre que tuviera uno de ellos bajo el brazo dado en préstamo por 15 días para leerlo como socio de la mencionada biblioteca y hasta en los tiempos de empinar papalotes, me las arreglaba para tener uno de ellos en una mano  y en la otra el hilo del cometa volando y serpenteando en lo alto.

Convertí la lectura en una costumbre muy arraigada y mis padres y otros familiares estaban encantados con ello. A veces me sacaban los colores a la cara cuando alababan ese hábito en presencia de otras personas menos conocidas como mostrando un objeto. Puedo decir que aparte de la riqueza espiritual y el conocimiento y cultura general que recibes con la lectura, ella además definió en mí una increíble ortografía muy temprano, lo que me beneficiaba enormemente en las pruebas y exámenes parciales y finales, así como mis vínculos con los maestros que estimulaban estos resultados recomendando otras lecturas.

El profesor Ibáñez, de Español, era uno de esos maestros, más que profesor, porque no solo te mostraba los secretos de la gramática de la lengua de Cervantes, sino que te suministraba el aliento y la perseverancia para que lo atendieras durante una hora consecutiva sin aburrirte, convirtiendo el rechazo natural que los niños muestran por la asignatura, en un espacio donde se aprende a amarla y descubrir el papel importante que tiene en las relaciones humanas.

Constantemente insistía en ello y lo trascendente en la vida de las personas desde todos los puntos de vista. Contaba cómo el conocimiento de las grandes obras de la literatura ampliaba las perspectivas morales y espirituales del individuo, lo que posibilitaba que se cometieran menos errores en el momento de tomar una decisión personal en medio de una encrucijada de la vida. Aquellas palabras me sonaban disparatadas, por supuesto, pero no exteriorizaba mis sentimientos. Sin embargo, los llamados “líderes” del aula lo ridiculizaban constantemente siempre que tuvieran la oportunidad; haciéndole blanco de todo tipo de bromas pesadas lanzándole diversos objetos cuando se encontraba de espaldas a la clase escribiendo en el pizarrón con aquellos perfectos y elegantes trazos caligráficos aún con un pedazo de tiza de yeso, o le colocaban tachuelas bajo el pequeño cojincito que colocaba en su silla de profesor para no manchar sus pantalones blancos.

Admito que yo también me reía discretamente de aquellas bufonadas de mal gusto, irrespetuosas e hirientes, dejándome arrastrar por el falso compañerismo y el perenne temor a que te califiquen de chivatería cualquier actitud contraria a aquellos desmanes. Era la forma de sobrevivir en ese mundillo escolar gobernado por los más fuertes y hermosos, quienes lo hacían más para flirtear con las muchachas más bellas y alcanzar sus amoríos de estudiante. Pero confieso que con él, con Ibáñez, en secreto, _no podía confiarle tal sentimiento a nadie excepto a Aracely, sufría y compartía con aquel hombre su resentimiento ante los desmanes. Había otra chica en el aula que también compartía con nosotros dos esa admiración, le llamábamos Beba y su nombre era Nidia Borroto.

Ibáñez era un hombre de mediana edad, unos 50 supongo; alto y distinguido en la forma de conducirse y expresarse. Nunca alteraba la voz en la escuela, se tratara de lo que se tratara. Movía tímida y suavemente sus manos cuando deseaba resaltar algo en particular. Acostumbraba a vestir ropas claras. Comúnmente lucía camisa de mangas largas o guayaberas de cuatro bolsillos y esmeradamente almidonadas. En fechas especiales usaba corbata oscura. A veces, durante los recesos, fumaba su cigarrillo provisto de una boquilla marrón, en silencio, _pocos profesores le trataban fuera de los asuntos escolares_, acodado en alguna de las ventanas que poseía el aula, alejado de nuestro perenne bullicio que aparentemente no le molestaba, encerrado en sí mismo, mirando el horizonte, sumido en sus pensamientos. Así es como le recuerdo con más nitidez.

Era dueño de unas manos blancas, largas y huesudas con uñas esmeradamente recortadas y los dedos índice y mayor manchados de nicotina. Su cabello ondulado, que peinaba hacia atrás destacando dos entradas desde las sienes, era cano y terminaba en una discreta melena sobre la nuca. Se decía de él que era homosexual, lo cual nunca supe a ciencia cierta; pero el hecho de vivir solo después de que falleciera su anciana madre y nadie conocerle mujer alguna, aumentaba la sospecha chismorreante. Vivía en un vieja casa de madera de tabloncillos sin pintura que el tiempo había sido capaz de borrar a tal punto que no se si estuvo pintada de algún color. Hacía esquina en la cuadra anterior  a la esquina donde a veces esperaba a mi eterna enamorada, por una calle que bajaba desde la iglesia Católica y la calle Agramonte, una de las arterias principales del pueblo y con rumbo a la salida hacia la carretera de Camagüey.

Recuerdo que uno de los detalles de su temperamento que más me agradaba era su comportamiento distinguido, casi altanero, respetuoso, por momentos distante de los demás profesores que casi lo trataban con desprecio poco disimulado y que acudía día tras día pulcramente ataviado con sus ropas claras, camisas almidonadas y recién planchadas, sin una arruga; muy distinto de los demás que ahora vestían eventualmente camisa azul de mezclilla, pantalón verde olivo, botas y boina negra; el omnipresente uniforme de miliciano de obligatorio uso cuando había una celebración político-ideológica del calendario revolucionario. A veces pasaba por el pasillo junto a la dirección que hacía a la vez de salón de reuniones del claustro y alcanzaba a ver, de hurtadillas, la abismal diferencia del comportamiento por momentos escandaloso de algunos profesores y el apacible del profesor Ibáñez. Sintomáticamente, sin saberlo ni imaginarlo, por supuesto, estaba siendo testigo del catastrófico derrumbe del espíritu del profesor cubano en medio de la vorágine revolucionaria. Acababa de declararse la guerra a la distinción y el buen gusto por las hordas de la mediocridad y escaso cerebro propio, en la que yo también, confieso, me vi mezclado más adelante.

Lo cierto que durante aquellos primeros meses cobijé una secreta simpatía y solidaridad con el profesor Ibáñez que como no podía compartir con mis amigos por temor a sus burlas; escasamente lo hacía con Aracely o con Beba en los reducidos espacios  y momentos en que podíamos estar a solas, de modo que decidí que debía hacer algo para darle escape a mi disgusto con las maldades que le hacían mis compañeros de clase diariamente. Ir a la dirección y detallar estos eventos era una opción descartable porque me convertiría en un soplón, lo cual odiaba…qué hacer, me preguntaba y la imposibilidad de encontrar una solución me impacientaba sobremanera.

Recientemente había comenzado a dar clases de taquigrafía Pittman con un profesor particular llamado Tomás Marín y Aracely me siguió en ese proyecto también. Ambos habíamos terminado hacía poco la Mecanografía, de modo que era importante en aquella época desarrollar capacidades de dominio de alguna técnica o profesión. Eran 2 horas diarias desde las 3 a las 5 de la tarde en un aula próxima a mi casa pero lejos relativamente de donde residía Aracely, de modo que ese recorrido lo hacíamos juntos y teníamos posibilidad de conversar de lo lindo tomados de la mano (era lo máximo que me dejaba avanzar y que yo me atrevía). Casi siempre lo hacíamos escoltados por Ofelia, su eterna amiga-vecina, que era muy buena con todos.

En uno de eso andares fue que le confié a Aracely mi propósito de visitar a Ibáñez en su propia casa y ofrecerle nuestra amistad y respeto, que no compartíamos los mismos sentimientos de aquellos que le hacían interminables travesuras y burlas estúpidas. Ella estuvo de acuerdo en acompañarme y sólo teníamos que decidir el día apropiado para ello. _Es fácil, le dije; solo un día como hoy cuando salgamos de la Taquigrafía.

Transcurrió el fin de semana y el lunes nos encontramos en el aula de Tomasito Marín y acordamos: “_Hoy es el día, mira cuantas cosas le hicieron en el turno! De manera que a las cinco nos dirigimos juntos, como de costumbre, caminando por la calle M. Gómez hasta el parque, atravesándolo junto a la Iglesia Católica, bajando la escalinata de acceso a la plazoleta situada en su frente y descendiendo hacia Agramonte por la calle situada a un costado de la casa del profesor. Cuando solo faltaban unos pasos para llegar a la esquina, sentí que la mano de Aracely que oprimía con una de las mías, se ponía sudorosa y fría como el hielo y luchaba por deshacerse de la presión de mis dedos que no dejaban escaparla, como de costumbre también. En la esquina había un hombre de pie mirando en nuestra dirección: “_ Mi papá, balbuceó Aracely. “_Coño, Jorge Agüero!, repetí yo. Mi Dulcinea pasó a su lado al fin libre de mi mano y él me miró de soslayo pero sin rencor, solo muy seriamente y la siguió.

Por mi parte me quedé un brevísimo momento en medio de la esquina, desorientado, sin saber qué hacer; hasta que di un giro de 90 grados a la izquierda en dirección de mi casa y apreté el paso, fue cuando escuché:

_! Jorge Arce, espere!, reconociendo en el acto la voz del profesor Ibáñez y me hizo voltearme en esa dirección. Estaba de pie, en pijamas, detrás de los barrotes de hierro que protegían una de las ventanas laterales que daban a la sala de su casa. Al mismo tiempo me hacía señas con una de sus manos.

He de confesar que aquel inesperado encuentro con el padre de Aracely me preocupaba mucho porque tal vez provocaría que la aislaran de las ocasiones en que nos encontrábamos fuera de la escuela, fiestas de 15, la taquigrafía, que se yo, lo que me había hecho olvidar por un instante el verdadero propósito de nuestro planeado encuentro con el profesor. Así que mi primer impulso fue de no obedecerlo y continuar caminando con una mezcla de temor e impotencia.

“_ ¡Espere, espere, no se vaya! me dijo ya desde el portal mientras se colocaba una camisa sobre la camiseta que cubría su torso superior y con cierto aire de dulzura o conspirativo, pensé yo. Lo cual me hizo recordar los rumores que habían acerca de sus inclinaciones sexuales opuestas a las mías y que en aquel entonces eran bastante perseguidas en todos los foros sociales.

Supongo que la curiosidad pudo más que la precaución y me hizo pasar a la sala; se sentó en una vieja mecedora de madera y me pidió que lo hiciera en una poltrona cercana.

 _No temas. Conozco al Sr. Jorge Agüero dese hace mucho tiempo y sé que se comportará a la altura de las circunstancias, anunció con aire dubitativo y de firmeza. Yo no supe qué responder. Estaba tan nervioso y preocupado, cogido fuera de balance, como dicen los bóxers, que los pensamientos se me enredaban en la cabeza constantemente. Mi mayor preocupación, aparte de Aracely, era que en el aula se enteraran dónde me encontraba en este momento a solas con el profesor Ibáñez. El pareció comprender mi desequilibrio y para romper el hielo sentenció:

_Me he dado perfecta cuenta que usted, alumno, tiene un talento especial por el idioma Español y en especial por la lectura. Lo he visto muchas veces leyendo en clases y con un libro bajo el brazo.

Continuó:

_Además, su ortografía aventaja a casi todos en el aula, casi es como la de su amiguita Aracely y los resultados de las pruebas y trabajos explorativos le favorecen y producen esta opinión. Le aconsejo que continúe cultivando ese sentimiento siempre.

Continué en silencio, pero los ademanes que hizo para alcanzar y encender un cigarrillo, pausados, distinguidos, seguros, me hizo recordar para qué estaba allí al fin y al cabo. Tenía que decirle que sentía mucha pena por todo aquello que estaba ocurriendo y que me daba mucha lástima que no se defendiera contra los ataques de esos cabrones y de alguno de los profesores también. Que dejara de seguir en silencio y los pusiera en su lugar y no lo soportara como un infeliz.

Aquella fue la parrafada que solté sin respirar, atragantándome con mis propias palabras y sin mirarle a la cara, no podía hacerlo por temor a que se estuviera sonriendo burlonamente de alguien como yo que se atreviera a defenderlo de esos facinerosos. Pero estaba equivocado Jorge Arce.

Se quedó mirándome durante interminable tiempo; parecía que no iba a decir nada y estaba por levantarme y salir corriendo por el espacio entreabierto de la puerta, cuando sus palabras me llegaron desde lejos:

_He sabido que hay buenos muchachos y muchachas en ese grupo, siempre, aún sin que usted haya puesto un pie en mi casa. Tengo la certeza de que Aracely piensa igual.

Asentí al tiempo que bajaba la mirada. Prosiguió.

_Sepa que en la vida debemos enfrentar a nuestros propios temores que son los monstruos que debemos vencer para ser plenamente libres.

Sus palabras no me dijeron nada que entendiera con certeza, así que me quedé con la mirada de idiota que seguramente tendría en ese momento en que te hablan y no entiendes, pero que él, galantemente no me reprochó, sino que continuó:

_No puedes hacer que el centro de tu vida sea agradar a los demás. Si deseas vivir a plenitud debes dejar salir todo lo que hay dentro de ti sin importar lo agradable o lo desagradable. Si haces las cosas así eres un hombre satisfecho y por ello tendrás la capacidad de satisfacer a los otros.

Aseguro que mi corazón galopaba dentro de mi pecho y las costillas impidieron que se fuera de su sitio. Luchaba por hacerlo y abrazar al profesor Ibáñez calurosamente, como lo haría cualquier corazón de niño ante tal situación. Me sentí milagrosamente otra persona, más segura y confiada y con una indescriptible sensación de bienestar espiritual. Y sin dejarme terminar de experimentar y reconocer todos estos sentimientos, aseguró”

_Ahora puedes irte. No te preocupes por Aracely, ella es hija de una buena familia; al mismo tiempo que me acompañaba hacia la puerta y desde donde me despidió asegurándome”

_Tampoco debes estar intranquilo respecto a tu visita; nadie lo sabrá, lo juro.

_Ahh, y no olvides continuar cultivando tu ansia de lectura. Te hará muy feliz.

Mientras caminaba de vuelta a mi casa, pensaba en las cosas que había escuchado y temía olvidar aquellas refinadas palabras antes de repetir el suceso a mi Dulcinea.

Ahora, al cabo de los años, cuarenta y tantos, he alcanzado una edad mayor a la que tenía mi profesor de Español, de lectura, gramática y de emociones nuevas. Lo recuerdo con nostalgia y cariño porque su recuerdo regresó a mí asociado a otros recuerdos y de veras siento no haber podido tener la fortuna de haber tenido un amigo como el profesor Ibáñez.

Jorge B. Arce

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