jueves, 10 de noviembre de 2011

Excursión a Cayo Romano.


Cayo Romano es el más importante de todos los que flanquean por el Norte a la ex provincia de Camagüey. Hallado al Oeste de extremo más alejado del Cayo Sabinal y al que se llega en un colorido y excitante viaje en una pequeña embarcación desde la bahía de Nuevitas siguiendo una ruta al Norte de Cayo Sabinal serpenteando su costa. Las aguas que lo rodean son poco profundas y cristalinas, arenosas, increíbles. En ellas encontramos un sin número de especies marinas en peces, tortugas y careyes, estrellas de mar, cobos y erizos. Resultan inigualables para el buceo a pulmón libre o snorkel.

Conocí a Cayo Romano por primera vez cuando transitaba el 7mo. Grado de la escuela secundaria de Nuevitas por allá por 1964 ó 1965 en ocasión de producirse una excursión con intereses vocacionales con los alumnos pertenecientes a los grupos de interés vocacional activos, los que aglutinaban a los estudiantes que se interesaban por determinadas materias y disciplinas del conocimiento.

Inquieto, como siempre he sido, recuerdo que batallaba por olisquear y fisgonear anotándome en todos los grupos de ese tipo que se formaban. Recuerdo que participaba en el de Historia, Geografía, Espeleología, Meteorología y Pesca y reconozco que eso resultaba chocante a algunos de mis compañeros que pensaban que era realmente un aprovechado y creo que tenían cierta razón porque el apodo de “Abarcalotodo” era el más apropiado para mi actitud. Aunque a la larga ésta me hizo muy popular entre las muchachitas a pesar de que no era un Adonis y era flaco como loco, hasta el punto que me apodaban Canilla. Pero las chicas eran así, loquitas.

Lo cierto es que en pleno esplendor de las actividades de aquellos Círculos de Interés Vocacionales, sobre todo en vacaciones, me las pasaba desandando por lugares que jamás hubiera visitado si no hubiera participado en esas actividades; desde la Gran Caverna de Santo Tomás en la Sierra Najasa, pasando por los Canjilones del Río Máximo hasta el mismo Cayo Romano que abordo en este escrito.

Saltando los detalles organizativos y de control administrativo, recuerdo que llegó el ansiado días de navegar atravesando la bahía hacia la Boca de Carabelas, así llamada la entrada de la propia Bahía de Nuevitas que es de bolsa con un solo acceso angosto, y admirar de cerca todos esos lugares, cuando la noticia del cambio en la ruta nos derrumbó el ánimo completamente. Resultaba que por indicaciones de las tropas guarda fronteras, se debería cambiar ésta por otro lugar y no por la Boca, lo que significaba que nos perderíamos ese bello lugar y los Salteadores, que es la sensación que se siente en un bote pequeño en el sitio donde chocan, por así decirlo, las corrientes entrantes del océano hacia la bahía y de ésta hacia afuera, lo que produce saltos escalofriantes.

Este cambio en la ruta significaba que atravesaríamos la bahía hacia el Oeste para salir de ella por unos Bajos que son llamados “La Retinga de la Mierda”. Se trata de una especie de canalizo artificial hecho hace muchos años para el uso preferentemente de carboneros que hacían su trabajo en Cayo Sabinal y traían sus cargamentos por esa ruta en patanas que son una especie de plataformas de carga de poco calado y excepcionales para ese tipo de aguas.

Otro elemento discordante vito en el momento en que abordamos la embarcación, llamado modelo Sigma de unos 30 pies de eslora, aparte de los alumnos y los dos profesores, era un joven uniformado de verde olivo, de baja estatura y barbilampiño armado con una subametralladora muy en boga en aquella época proveniente de la entonces Checoslovaquia. Y este soldado de verde olivo qué papel pintaba en esta excursión, se escuchó preguntar. Bueno es para defender a los muchachos de un intento de secuestro de los mercenarios de Miami fue la respuesta que otro militar que acompañó al barbilampiño a la profesora Nancy Vázquez que nos acompañaba.

Una de las cosas más prometedoras de aquella excursión que alcanzaría una estación experimental de crianza en cautiverio pues su uso comercial de Caguamas, Careyes y tortugas y convertirse en un renglón económico conveniente para los ingresos locales. Entre paréntesis, aquel programa fracasó. No sé realmente los motivos pero los supongo por depender de las mismas arbitrariedades políticas que al paso de los años se han convertido en una especie de burda moda de dirección económica.

Retomando el tema, era todo un evento en aquella época, con tal edad y con un grupo mixto de hembras y varones, pasar una noche fuera de casa y en un lugar bastante inhóspito. De modo que nos armamos en nuestro bolso de viajes de los materiales acopiados con días de anticipación dispuestos a vivir una emocionante aventura muy lejos de interiorizar en la importancia económica de la reproducción de quelonios en cautiverio.

Después de abordar la embarcación en uno de los muelles de madera de la bahía en el mismo pueblo, bautizado como La Salina hasta su desaparición. El bote era suficiente espacioso para todos nosotros, pues éramos unos 15 en total, provisto de motor y de vela y de poco calado, ideal para pescar en la plataforma insular. Nos acomodamos en la cubierta y zarpamos. Por supuesto, nuestros familiares nos dieron el adiós de siempre desde el muelle moviendo las manos y muchos llorando como si nos fuéramos a la guerra y no a una criollísima excursión por un mar tranquilo.

Salvo un pequeño incidente que resolvió el “patrón” o capitán del bote cuando un par de horas después atravesábamos la famosa Retinga de la Mierda hacia el canalizo en fondos muy bajos y un poco cabrón porque “se le iba la marea”, lo que significaba que estaba bajando porque salimos tarde, como siempre, y eso hacía descender los niveles de fondo y representaba un peligro de quedar varados.

No puedo omitir un detalle visual que nunca olvidaré y es la perspectiva de observar el pueblo donde vives, sus calles, casas y otros detalles desde otro ángulo. Esas imágenes han quedado nítidamente grabadas en mi mente.

El incidente se produjo porque la quilla del bote rozó un par de veces el fondo, y aunque no era peligroso totalmente porque el fondo arenoso no ocasionaría averías en el casco, sí podíamos quedar varados hasta que no subiera la marea en la noche. De modo que el patrón dejó a su ayudante al timón y se lanzó al agua con un cabo en las manos y comenzó a andar lentamente delante de la proa con el agua apenas al pecho. Ese fue el momento propicio que el capitán aprovechó para demostrar por qué a aquel sitio le pusieron el nombre que le pusieron, invitándonos a saltar al agua y determinarlos por nosotros mismos.

Por supuesto, entre los que saltaron estaba yo sin falta y la sorpresa que me llevé una vez de pie fue que parecía que estaba sobre una gran plasta de mierda. Les aseguro que no había una falsificación de los excrementos humanos más convincente que aquella, justificado estaba el nombre.

Años después por esos mismos lugares fue construido un pedraplén para unir por tierras la isla con Cayo Sabinal y acceder a la playa Los Pinos, un sitio de ensueños.

Durante el paso del canalizo a mar abierto, atravesando un paso peatonal cortado por un puente levadizo donde había situado un punto de guardias guarda fronteras, el que nos acompañaba, que debía ir hasta el puesto a unos 50 metros en un cayito y reportar el viaje, perdió la subametralladora que cayó de sus hombros al agua en su intento de alcanzar el puente desde el bote. La maniobra errática le costó cerca de una hora sumergiéndose continuamente para tratar de llegar al fondo y recuperar el arma en medio de una fuerte corriente que le sacaba varios metros hacia afuera cada vez que lo intentaba por el cambio de marea. Tuvieron que atarle una cuerda a la cintura desde el bote para tirar de él cuando salía a la superficie luego de cada intento hasta que logró extraerla y darle su merecido mantenimiento de limpieza y engrase antes que el salitre diera cuenta del arma.

Pero puedo asegurarles que de mis recuerdos de aquella excursión, el más significativo fueron los que se produjeron cuando un grupo de delfines se acercó al bote.

Navegábamos a motor a la altura de Cayo Guajaba, situado entre Sabinal y Romano cuando alguien gritó: ¡Miren, Toninas!. Ese era el nombre con que se conocía a los delfines por aquellos lugares. De modo que aquellos peces de 5 – 6 pies de largo que nadaban tan rápidamente como avanzaba el bote, eran delfines, que suelen hacerlo cuando se aproximaban los botes.

No puedo recordar por qué motivos; supongo que querría envanecerse delante de las muchachitas y de los demás al actuar como un cowboy, lo cierto es que no puedo olvidar cómo con una mano sujetándose del bote y con la otra la metralleta, le hizo varios disparos  uno de los delfines. La respuesta a este acto asesino no se hizo esperar; la maestra y las muchachas empezaron a decirle cosas al mequetrefe con uniforme verde olivo condenándolo por aquel acto inhumano. Me pregunto cómo habrían reaccionado ahora unas personas como aquellas, después de conocer tantos datos de interés sobre los delfines y de sus asombrosas cualidades de acercamiento a los seres humanos, porque si entonces, cuando la mayoría de estos detalles de estos animales eran ignorados el disgusto fue de esa magnitud, cómo en las condiciones actuales.

En aquella época la perspectiva con que se interrelacionaba con los peces era muy distinta a la actual, más en Cuba. Un pez atrapado de cualquier forma era un trofeo y su suerte era la muerte, sin importar mucho el beneficio que podría brindar esta muerte. De modo que aquella acción defensiva, puramente espontanea, demostraba la calidad y limpieza de las almas que la protagonizaron.

Casi cayendo la tarde llegamos a Cayo Romano, justamente en la estación de cría de tortugas y el chapuzón en aquellas transparentes aguas y de arenas muy blancas no esperó más para refrescar del sol tomado todo el día. La alimentación estaba siendo asegurada por los maestros y el patrón y consistió en pescado y caguama frita que comimos con gran fruición aún con el cuerpo pegajoso por el agua salada y a la luz de la fogata en cuclillas como unos indígenas. Resultó un verdadero manjar a pesar de comer con cuidados por las espinas en medio de la oscuridad.

La maestra guió a las muchachas hasta el barracón donde estaba improvisado su dormitorio y los varones nos dirigimos guiados por el maestro hasta un cobertizo donde pasaríamos la noche.

Colgué mi hamaca entre dos horcones que sostenía parte de un techo de pencas de palma y a mi cabecera habían colgados varios racimos de hueva de carey puestos a secar; así que sin moverme pude disfrutar de ese manjar en veda permanente actualmente, mientras disfrutaba de la oscuridad de la bóveda celeste salpicada de múltiples estrellas y pensando en la real posibilidad de que durante la noche me cayera encima un alacrán pues les agrada refrescarse del calor del sol entre las pencas de guano. Con esos pensamientos me quedé dormido hasta las primeras luces de la mañana.

El siguiente día transcurrió hasta el mediodía que fuimos a almorzar, en recorridos por los cercados donde se hallaban los quelonios y en explicaciones bastante burdas de cómo se les atendía y esas cosas. Nosotros no hicimos muchas preguntas como se esperaba, pues solo teníamos puesta nuestra esperanza en la posibilidad de regresar por la Boca como resultó al final, después de que se recibiera por la planta del Sigma la instrucción de que podíamos hacerlo por ese lugar. Después de la noticia la visita de instrucción pasó a segundo plano, se perdió el poco interés que quedaba y los maestros se decidieron a regresar.

El regreso fue espectacular y el custodio estaba advertido de que no podía atreverse a hacer una cosa como la que había hecho con los delfines. Puedo decir que el recorrido bordeando el Norte de Cayo Sabinal y disfrutando de todos los kilómetros de playas salvajes espectaculares fue un suceso inolvidable y ninguno de los muchachos habíamos visto una cosa semejante. Fue realmente maravilloso y al llegar a Boca de Carabelas aún con el sol en lo alto, enseguida quisimos bañarnos. El deseo de hacerlo tuvo que ser reprimido momentáneamente, porque al  fondear muy cerca de la orilla de la playa con un blanquísimo fondo de arenas blancas, habían varias barracudas nadando en aquella especie de piscina natural sin mostrarse deseosas de abandonar el lugar por haber anclado el bote. Nadie se atrevía a lanzarse al agua con esos bichos allí que podíamos ver desde la cubierta y aunque el agua suele engañarnos respecto al tamaño de los peces, la más pequeña debía tener al menos unos tres pies lo que es suficiente para una mordida terrible.

Pasaban los minutos que nos parecían horas y nos decidimos a tirarnos todos a la vez con mucho alboroto y golpes en el agua y así lo hicimos al conteo de 3. Afortunadamente los peces desaparecieron y pudimos disfrutar por una media hora de aquella formidable playita pues los maestros nos apuraban porque debíamos regresar antes de la noche.

Los famosos Salteadores no los sentimos porque estábamos extenuados y medio dormidos aun con el malestar que provoca el agua salada cuando se seca en la piel que estaba escamosa de tanto salitre desde el día anterior.

Como era de esperar, nuestros padres nos esperaban medio desesperados en el muelle de la Salina junto a otros personajes que no conocía aún y cuando sabían que estábamos  todos bien porque el patrón mantenía comunicación constante con el distrito de Guarda Fronteras.

Así concluyó aquella excursión que fue más festiva que vocacional pues a nadie le interesaba estudiar nada que tuviera que estar “anclado” en un lugar como aquel donde estaba la estación de cría artificial de tortugas donde habíamos estado el día entero. En el propio muelle se nos notificó que quedaba arreglada la visita al Faro de Maternillos porque el lugar merecía que se le tomara interés por preservarlo y a la revolución le competía incentivar el amor de los nueviteros por encargarse del faro.

Jorge B. Arce

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